John Wooden y la pirámide del éxito
CREO pertenecer a la generación de entrenadores de baloncesto (entrenador hibernado en mi caso) que aprendimos el lado magistral de nuestro deporte a partir de pocas certezas y muchas leyendas. Entre las segundas figuró siempre la de John Wooden, quien iniciado los años ochenta ya era un veneradísimo entrenador retirado tras ganar lo que nadie: 10 títulos con el mismo equipo de la Liga universitaria de los Estados Unidos.
Bajo su mando, la Universidad de California Los Ángeles (UCLA) alcanzó la categoría de mito y de paso hizo inmortal e imperecedero un movimiento de ataque (el corte de UCLA) tan elemental como seguro de éxito para los que entienden este deporte desde la sencillez de los conceptos.
Wooden murió el viernes pasado a punto de alcanzar los 100 años de vida. En octubre próximo los hubiera cumplido. La longevidad ha hecho aún más grande la talla de una persona considerada fundamental para explicar la capacidad del baloncesto para ser lo que es ahora en menos de un siglo: uno de los tres deportes más practicados en Estados Unidos y el segundo en el mundo tras el fútbol.
El legado de Wooden trascendió de lo deportivo y devino clave en la formulación de cualquier trabajo de equipo. Su archiconocida «pirámide del éxito» contiene un basamento de cinco elementos -diligencia, amistad, lealtad, cooperación y entusiasmo- a partir de los cuales el entrenador mezcló la masa exitosa en la que llegó a convertirse el baloncesto de UCLA, curiosamente -quizá en prueba de que la paciencia y la fe en los principios tiene recompensa- cuando ya pasaba de la cincuentena.
Los cinco principios de Wooden -puede que quinteto como un guiño hacia el número de jugadores con los que se juega al basket sobre una pista- son perfectamente aplicables a cualquier actividad que requiera de la participación de más de una persona (la diligencia y el entusiasmo, incluso, rinden beneficio inmediato para las acciones en solitario), de tal modo que en estos tiempos de zozobra, de crisis económica y social, se revelan útiles.
Como cualquier fundamento teórico, sin la práctica y el entrenamiento adecuados no se perfeccionan, como tampoco garantizan el éxito porque el mismo talento de las personas y los factores exógenos o ambientales -el rival, la afición o los árbitros en el caso del baloncesto- también condicionan el resultado final de cualquier proceso desarrollado en común.
De hecho, Wooden se cuidó siempre de evitar asociar su «modus operandi» con el término éxito como único premio reconocido. «Me importa más el viaje que el final del camino», dijo en más de una ocasión, queriendo explicar lo que su jugador Doug Mcintosh resumió con sencillez: «Sólo nos pedía jugar al máximo de nuestro potencial». La frase no es un apósito antes de la herida como la constatación de que en el trayecto hacia el 100 puedes llegar a 50 y sentirte satisfecho si durante el mismo diste lo mejor de ti.
Alrededor de los cinco principios de Wooden y de la idea resumida por Mcintosh bien pudieran construirse las estrategias para hacer frente en una mejor disposición a la larga marcha que nos espera hasta que consideremos saldada esta crisis, aún desconociendo en este caso cuál es la estación término.
Diligencia. Para hacer cada tarea, por pequeña o intrascendente que parezca, con el celo y la curiosidad debida. Amistad, entendida siquiera como una cierta empatía para no abominar del entorno a la primera. Lealtad para no esperar del prójimo lo que no esperas de ti mismo. Cooperación: imprescindible para tareas grupales. Y entusiasmo, todo el entusiasmo que nos falta a diario y, especialmente, en estos lunes en los que las malas noticias parecen acumularse para recordarnos que la pausa del fin de semana es simplemente la calma que precede a esta tempestad de disgustos cuyos primeros aguaceros tratamos con un desdén propio de los que sólo viven para tumbarse al sol.
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